Antes que todos, cuento final Mollica
María Paz Mollica
Comisión 5
- Santiago Castellano
Escribir un cuento
de navidad, estilo intimista
Primera escritura
Individual
Antes
que todos
Él llegó a las
cinco y cuarto, como cada 24 de diciembre. No hacía falta invitarlo, ni
recordarle la hora. Simplemente aparecía, con su bolso de tela gastado, su
gorro rojo de lana y esa sonrisa que parecía no necesitar motivos. Afuera, la
nieve caía en silencio, como si alguien la soplara con cuidado muy desde
arriba. La luz entraba por las ventanas empañadas, y adentro todo olía a
canela, a madera seca y a papel viejo.
Él se sacó su
abrigo, lleno de copitos pegados, y lo colgó en el perchero junto a los demás.
Después acomodó su bolso en el rincón donde dejamos los deseos sin cumplir. Se
sentó sin apuro, en la punta de la mesa, en esa silla que todos sabíamos que
era suya, aunque nadie lo dijera. Puso su gorro sobre el plato vacío y se quedó
mirando el ventanal, donde ya se encendían las primeras guirnaldas rojas.
Sobre la mesa
había galletitas enfriando, algunas cartas sin abrir y una campana chiquita que
nadie recordaba haber puesto ahí. En la estufa, la leña crepitaba como si
estuviera esperando también.
-
Este año viniste antes-
me animé a decirle.
Me miró con los
ojos entrecerrados, como si calculara los minutos en la palma de su mano.
-
Algunos corazones andan
necesitados- me respondió. Pero yo pensaba que los corazones no sabían de
horarios.
Dicho esto, sacó
de su bolso una caja chiquita, envuelta en tela de saco. No tenía moño, ni
nombre. Pero era para mí. Lo supe antes de que me lo dijera.
-
No se abre ahora- agregó.
Solo cuando sientas que perdiste la magia.
Yo asentí, aunque
no terminé de entender del todo. Me pareció extraño, pero él tenía esa manera
de decir las cosas que te hacía confiar. Después, como siempre, no pidió nada.
No comió nada, no preguntó, no opino. Se limitó a mirar. A veces a sonreír, a
veces a asentir con los ojos cerrados como si escuchara cosas que nadie más
oía.
Cuando los demás
llegaron, él ya no estaba. Solo quedaba su silla vacía, unas migas de
galletita, y la campana brillando bajo la luz. A la caja la guardé en mi cajón
más secreto, como se guardan los recuerdos o amuletos.
Pasaron los años,
pasaron otras navidades, pasaron personas. Pero la caja seguía ahí cerrada,
esperándome. Hasta que llegó una nochebuena especial, mucho tiempo después,
desperté sin ganas de árbol, ni de villancicos, menos de cartas y de brindis.
Me sentía como si todo eso fuera un invento viejo que ya no me movía, no
servía. Entonces me acordé de él. De su voz, de sus ojos como en las tardes de
invierno. Me acordé de esa cajita que tenía guardada, fui a buscarla. La abrí y
adentro no había nada. O tal vez lo más importante: un papelito arrugado que
decía en letra temblorosa: “El problema no es crecer, el problema es olvidarse.
La magia es no olvidar”.
Guardé el papelito
entre las páginas de un cuaderno que tenía hace años, ese de tapa dura donde
alguna vez escribí cosas como “regalos pendientes”, “amigos que extraño” y
“lugares donde me sentí feliz”. Ahí lo dejé, como si ese mensaje quisiera
quedarse al lado de lo que fui perdiendo para recordarme que todavía estaba.
Esa misma tarde, sin pensarlo demasiado, bajé las cajas del altillo. Volví a
armar el arbolito, aunque fuera demasiado chiquito, hice galletas con la receta
de mamá, esa que siempre me salió medio mal. Escribí tres cartas, una para mi
abuela, otra para mi yo de diez años, y una tercera para él. Solo puse:
“Gracias por volver”.
Después salí a la
calle con un gorro de lana. No el suyo, el mío, pero parecido. Fui al almacén de
la esquina y dejé una caja con budines caseros y una nota que decía: “Para
quien más lo necesite hoy”. Deje otra en el banco de la plaza, justo al lado de
un arbolito. La tercera en la puerta de un hospital. Nadie me vio. O sí, pero
no dijeron nada.
Volví a casa
cuando ya estaba más oscuro. Me senté en su silla, la de siempre, y prendí una
velita. En el reflejo de la ventana, por un segundo, juro que lo vi, sonriendo,
con su bolsa de siempre. Y entonces escuché un sonido, como de un cascabel. Tan
suave que podría haber sido el viento. Pero no, yo lo conocía, era ese sonido.
El mismo que hacía cuando alguien encontraba lo que no sabía que había perdido.
El mismo que había escuchado, muy de chica, entre sueños, una madrugada de
diciembre. El que pensaba que ya no existía más.
No me levanté, no dije
nada, solo sonreí. Porque ahora sabía que no era cuestión de verlo o no. Era
cuestión de creer. Y esa noche en mi casa, que se sentía como el Polo Norte, en
mi mesa de siempre con la vela encendida y el gorro rojo sobre el plato vacío,
volví a escuchar la magia.
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